Día ochenta y ocho.

Atravesé ríos de lana y cristales de cartón. Quería alcanzar la locura mientras huía de la gloria. Nubes de vapor ennegrecidas. Lágrimas de cocodrilo en cada esquina. Y en cada esquina mujeres del placer queriendo ser vendidas. Con el pulso acelerado y la vista cegada por el sudor, se me antojaban un capricho sus dulces insinuaciones. Putas. Y no volví la vista atrás mientras huía de sus pechos agrietados y sus labios lengüiatados. No iba a ser la noche de los muertos vivientes. Las estrellas me parecían cada vez más chirriantes, cánticos de pájaros extravagantes. Y en el Altozano, un hombre armado me desafiaba con su metálica mirada. Luchaba con la Bicha ante la estupefacta concurrencia... Acabaron haciendo el amor bajo uno de esos árboles de redonda copa al lado de la fuente. Y yo seguí mi camino por la senda de la amargura. La vía a la locura. Me habían perseguido anteriormente locos seguidos de drogodependientes seguidos de traficantes seguidos de perros, pero había conseguido dejarlos atrás cuando vislumbraron aquel maravilloso espectáculo bajo el gran reloj que siempre veía dar las doce. Gran Reloj. Mi meta estaba cada vez más cerca. El límite de la cordura casi había conseguido rozar. Y entonces, algo se cruzó en mi camino. Era un lobo, rodeado de mariposas. Un lobo azul. Fría la mirada y gélido el aliento mientras me susurraba al oído palabras que no comprendí: "Homo homini lupus". Se alejó poco a poco y de pronto vi como era envuelto por unas llamas azuladas que iluminaron toda la ciudad por seis segundos y seis décimas, fue entonces cuando las mariposas que lo habían acompañado se convirtieron en polillas de fuego que, en su camino hacia mí, incendiaban todo cuanto rozaban. Desesperada comencé a huir de camino al Infierno. Feliz por su cercanía. Por fin sería Perséfone encadenada a mi Hades de por vida. Fue en mi huída de las polillas cuando tropecé con un mendigo al que ni siquiera pude esquivar. Me contó su historia, logró impresionarme, yo le conté la mía y logré que se tumbase en la calzada y que quisiese salir de allí. Seguí corriendo. Ya olía a azufre y podía oír los cánticos salvajes. Llegué a la puerta del Inframundo, donde no había ningún Can de tres cabezas para pedirme el DNI. Crucé ese arco formado por botellas. Estaba en el Infierno, lo quería, lo quería todo para mí. Las Rubias se deshacían deseando llegar a mis manos. Agarré a una por el cuello, con la boca le quité la ropa (seres pseudofeéricos gritaban a mi alrededor animándome a acabar con ella), y la tomé allí mismo, delante de todo el mundo, porque quería, porque la deseaba y por sólo una moneda. La rocé con mis labiuos, la acaricié una y otra vez con mis dedos arriba y abajo sin dejarle descansar, la hice mía. Acabé con ella y con las otras que vinieron después sin arrepentirme, sin que me temblase el pulso y estaba ansiosa de más. La locura se apoderó de mi cuerpo y comencé a gritar yo también. Estaba en el Infierno, no había marcha atrás. Cuando de repente vi a Hades y... Desperté, empapada en sudor tirada en el suelo. Comprendí que todo había sido un sueño, me levanté, abrí la ventana -era hora de tirar la basura- y salté.

[Mi vida quedará marcada por lo números capicúas. ]

Miss Givemesomebeerplease*

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