Día ciento ochenta y uno.

Me escapo al polígono y leo y los coches pasan y me miran y yo puedo leer dónde van esas matrículas. Unos pasan despacio con su padre al lado guiándolos en este revoltijo de naves preparándolos para ese próximo examen, enseñándoles a usar un intermitente. Los otros pasan fugaces hundiendo el acelerador con la prisa que sólo puede conceder el deseo de amarse. A mi derecha veo pasar un tren y en 10 minutos veré pasar otro tren y cada vez vienen o van en una dirección o en otra y yo sigo aquí parada leyendo con las ventanillas a medio bajar y viendo pasar los coches. Van todos llenos de amor. Me vengo al polígono y leo pero tampoco puedo leer. Me vengo al polígono y de camino recuerdo que no debo rendirme porque suena esa canción y me acuerdo de cuando no había na' de na'. Y pasa otro tren infinito y el viento no mueve mi coche porque nada lo mueve ya. Y rendirse no es una opción porque las personas heridas somos peligrosas porque sabemos que podemos sobrevivir. 

Pero, ay, quién fuera diente de león para salir volando con la ráfaga de viento que genera el tren.

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